La deslocalización se entiende popularmente como aquel proceso por el que una empresa traslada su actividad a países con menores costes para aprovecharse de esas reglas de juego diferentes que le hagan aumentar sus beneficios a escala global.
La deslocalización es un fenómeno que no deja indiferente a nadie, constituye una parte fundamental del proceso de globalización neoliberal en el que nos hayamos inmersos. Al igual que los gobiernos han perdido gran parte de su poder de decisión a favor de las grandes corporaciones empresariales, ahora también lo están haciendo los trabajadores. Uno de los casos más significativos lo representan los trabajadores alemanes de Siemens, que han aceptado volver a la jornada laboral de 40 horas ante la amenaza de ésta de establecerse en otro país
Los defensores del sistema de mercado piden a las autoridades políticas que actúen de forma que no ahuyenten a las empresas establecidas, es decir, que se aumente la flexibilidad laboral, que se ofrezcan mas subvenciones o que se mejoren las condiciones fiscales. Todas estas medidas suponen un empeoramiento de las condiciones laborales y una pérdida de ingresos para las arcas del Estado y en definitiva, para el sistema de protección social, lo que precisamente ocurrirá en España con la reforma laboral del nuevo gobierno del PP.
Las naciones tienden a competir entre ellas para ofrecer mejores condiciones a los inversores, y eso va en detrimento de la clase trabajadora, que, o tiene que renunciar a parte de sus derechos, o simplemente nunca llegará a tener un trabajo digno, como ocurre en muchos países emergentes receptores de Inversión Extranjera Directa.
El problema laboral se halla más en un ámbito mundial que nacional, no reside en que no seamos competitivos, pues no se puede competir con aquellos países en los que las condiciones laborales son ínfimas, o en los que no existe ninguna legislación que proteja el medio ambiente. Si las empresas tienen libertad de establecerse en cualquier lugar atendiendo, naturalmente, a criterios exclusivamente económicos, deberían existir ciertas leyes universales que protejan a los trabajadores sea cual sea el país al que pertenezcan. Al igual que parece lógico pensar que, si vivimos en un mundo donde los mercados (tanto financieros como de bienes y servicios) están globalizados, también lo deberían estar las legislaciones laborales y fiscales, algo que parece utópico e imposible de llevar a cabo sin un gobierno mundial o unas instituciones internacionales que se encarguen de aplicar unas normas internacionales y unas reglas de comportamiento mundial, sin ello, las multinacionales pueden seguir actuando como hasta ahora, sin que nadie les pueda poner freno y amasando beneficios exponencialmente, en detrimento de los trabajadores.
Pero existe la dificultad de que no se puede imponer esto a todos los países pues, éstos son soberanos y decidirán según sus intereses, y siempre existiría un mercado paralelo con diferentes reglas de juego que afectaría a la estabilidad de un mercado regulado y estable, por lo que se podría hacer una división entre países democráticos y no democráticos, con sus diferentes mercados, esto ya lo explicaré en otra ocasión.
Existen numerosas críticas desde aquellos países receptores y en teoría beneficiados por el proceso de deslocalización. Mientras que los trabajadores occidentales creen que con la deslocalización ellos son los más perjudicados, y que los más beneficiados son los países receptores de esas industrias, la realidad podría ser muy diferente. Es cierto que la inversión extranjera ha aportado crecimiento económico a estos países, pero no se trata de un crecimiento sostenible ni equilibrado.
Si la legislación y las políticas reguladoras de estos países no son las adecuadas, las empresas, a menudo multinacionales, pueden originar subidas de precios en bienes y servicios básicos, aprovechando su posición de dominio y dificultar el acceso a los mismos a las capas más pobres de la sociedad. Otra fuente de preocupación para los países receptores es la expulsión del mercado de las empresas nacionales, sectores como la banca o el comercio minorista han visto minada la viabilidad de sus negocios ante la presencia de empresas extranjeras.
Las exigencias sociales, laborales y medioambientales de los países receptores suelen ser, en ocasiones, muy escasas o nulas. Esto puede hacer que la contaminación del medio ambiente y la explotación de los recursos naturales sea excesiva, y que las condiciones de salubridad y seguridad en el trabajo dejen mucho que desear.
Las regiones con una democracia débil, es dónde mejor se mueven estas multinacionales, y gracias a su tamaño supranacional y la desregulación de las últimas décadas, especialmente de las transferencias del capital, estas empresas han acumulado más poder que los propios países democráticos occidentales con supuestas democracias fuertes, poniendo contra las cuerdas a los gobiernos europeos teniendo éstos que suavizar sus medidas reguladoras en el tema laboral y medioambiental acercándolos a los de los países emergentes, con la excusa de la productividad y en nombre siempre de la competitividad de un mundo cada vez más globalizado. Además hacen que las empresas locales no puedan competir con estas empresas deslocalizadas y tengan que cerrar, aumentando aún más el desempleo.
Este fenómeno ha afectado hasta ahora a los sectores de la industria manufacturera, pero tiende a extenderse hacia los servicios apoyándose en las tecnologías de la información y de la comunicación que permiten el traslado de procesos administrativos a países con menores salarios. Ejemplo de ellos son los denominados “calls centers”, de las empresas de telefonía, o las secciones de aplicaciones y tratamientos informáticos de estas mismas empresas, de las líneas aéreas o de los bancos.
Un ejemplo de la deslocalización en España es el de la empresa Delphi Automotive System, empresa lider del mercado mundial de componentes para la industria del automóvil, con un nivel de ventas superior al PIB de un país como Dinamarca.
Pese a que la facturación se mantuvo estable durante los últimos años, la corporación estadounidense optó por cerrar su factoría en Puerto Real (Cádiz), alegando que se habían registrado pérdidas por valor de 150 millones de euros en los últimos cinco años.
Expuesta así la situación parece lógico que la multinacional tuviera que cerrar su factoría en Puerto Real, pues ¿qúe empresa puede saportar semejantes costes durante tanto tiempo? Sin embargo, lo que ocurre realmente es que, las empresas transnacionales, Delphi entre ellas, pueden hacer aparecer pérdidas o beneficios allí donde más les convenga, utilizando para ello, entre otros procedimientos, los llamados “precios de transferencia”, un mecanismo que consiste sencillamente en facturar entre los diferentes nudos de la red a precios de libro en lugar de a precios de mercado. Así, si en el interior de la propia red Delphi, la factoría de Cádiz compra cualquier tipo de input a una factoría de Delphi alemana a un alto precio y luego vende lo producido a un bajo precio a un centro de la propia empresa en Polonia, estará generando beneficios extraordinarios en Polonia y pérdidas en España.
Lógicamente la corporación busca maximizar sus beneficios en su conjunto y para ello factura internamente de modo que, por ejemplo, en los sitios con impuestos sobre las ganancias más elevados se tengan menos beneficios o que en los lugares con problemas de empleo y con gobiernos dispuestos a dar subvenciones aparezcan pérdidas.
Esto es una práctica bien conocida y practicada con absoluta generalidad por este tipo de empresas.
Esto no es más que un ejemplo de las brutales deslocalizaciones que se vienen dando en los últimos tiempos en la vieja Europa, Japón y Estados Unidos.
La falta de unas instituciones internacionales democráticas y transparentes, pues, el FMI y el BM carecen de ambas cosas, favorece que los intereses de las empresas primen por encima de los de los ciudadanos de los países, permitiendo que en el mismo mercado global participen empresas con diferentes reglas de juego, lo que hace que quienes practiquen la explotación de los trabajadores o perjudiquen seriamente al medio ambiente salgan ganando, algo totalmente inaceptable, ya que no debe permitirse que la competitividad se base en la falta de derechos humanos y laborales. Estamos en un punto donde la desregulación del capital supone una ventaja para la deslocalización de las empresas, es la época de la segunda globalización y de la gran convergencia, las diferencias del mundo occidental disminuyen con el resto, pero no a costa de elevar el nivel de vida de estos países con respecto a nosotros, sino principalmente, de disminuir el nuestro.
En cambio, la brecha de desigualdad entre las rentas más altas con las más bajas cada vez aumenta más, una pequeña élite mundial saca partido de esta crisis y de las reglas de juego impuestas mientras se precariza la situación laboral y social del resto del mundo, sin un mercado global regido por unas normas que acaten todos los agentes económicos y que favorezcan la distribución de los beneficios entre todos y un desarrollo sostenible, bajo la supervisión de unas instituciones mundiales democráticas y transparentes.
Sólo un control democrático a escala mundial podría administrar eficientemente este fenómeno de forma humanamente deseable y favoreciendo a los peor dotados del planeta, rechazando toda forma de explotación.
Sólo un control democrático a escala mundial podría administrar eficientemente este fenómeno de forma humanamente deseable y favoreciendo a los peor dotados del planeta, rechazando toda forma de explotación.
¿Cuánto durará esta convergencia antidemocrática?
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